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PASEO MEDITATIVO POR URKIOLA

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Lo primero que se percibe, al llegar a ese santuario es el silencio. Con él, de su mano, me voy adentrando en el bosque.

A cada paso, siento la vida que cruje bajo mis pies: las hojas que se van despidiendo, y lo hacen dejándose pisar y también mirar. Voy entrando en ese espacio sagrado y me  envuelve un sentimiento sobrecogedor.

El silencio me serena y acuna. Me voy oxigenando de un aire puro, en un lugar donde miles de peregrinos y montañeros han rezado, han llorado, han contemplado.

En el bosque no puedes ir de prisa. No tiene sentido. Su intensidad de color, de aromas, de belleza me va aquietando. Dejo de pensar para empezar a dejarme sentir, como evolucionando hacia mi auténtico ser.

Y, poco a poco, me voy sintiendo bosque con el bosque. Cada árbol me recuerda a alguna persona en mi vida. Arboles-personas, que me han protegido, me han dado sombra, me han dado energía. Me han acompañado en mis peregrinaciones e itinerancias arriesgadas por diferentes países y continentes, en nombre del evangelio, sin seguridades materiales.

Y les pongo nombre. Un rostro, un árbol. ¡Cuantos!

El árbol te siente, y tú, si te dejas, le sientes.

Arboles cercanos unos de otros pero respetuosos con las distancias que cada uno necesita para ser él mismo. Su tronco es  distinto en cada uno, el tono de sus hojas, el estilo personal de cada uno es de una belleza indescriptible.

El árbol no pretende ser otra cosa. Eso lo ennoblece.  Los contemplo erguidos y a la vez humildes, mirando al monte, ofreciéndome su magia  entre sol y sombra.

Un árbol que está solo  es hermoso, pero la belleza de un bosque, de un grupo de árboles que unidos acogen al peregrino, me invita a la alabanza porque siento que refleja la acogida de una familia, de una comunidad.

Es la comunidad, en este caso de árboles, la que me indica el camino, el sendero seguro que me conduce a la fuente. Porque no hay bosque sin fuente. No hay fuente sin bosque.

Dejémonos acoger por la bondad de esa naturaleza viva, hermosa, gratuita. Esa mañana de otoño en Urkiola, como en tantos otros lugares donde lo sagrado se hace palpable y visible, me encontré con esa paz, ese Shalom, que me energiza para seguir buscando la fuente, entre árboles y personas, entre personas y árboles. Somos uno, el bosque, las personas, yo.

Las hojas se caen, también las personas. Unas se van, otras te dejan, a otras las dejas…así, como las hojas.

Y durante el invierno todo estará en ese útero de la tierra, gestándose en el silencio del bosque y de la plegaria diaria, en cada una de nuestras vidas.

Las hojas, las personas vuelven si eran auténticas. El bosque es el gran icono de la amistad. Siempre vuelve. Se renueva y da fruto.

Te invito a entrar con humildad y silencio en este bosque, contemplando las imágenes con actitud contemplativa. Recuerda “no hay prisa”, el bosque no se va a ningún sitio.  Solamente se irá si le vamos empujando con nuestra falta de respeto y cariño, igual que las personas, si percibimos que no nos tratan con respeto, nos vamos desapareciendo.

Se desertiza el alma con ausencias de amigas y amigos que se fueron porque tú necesitas ser tú, se desertiza el bosque cuando no respetamos sus reglas básicas, siendo la más importante el silencio, porque el jolgorio impide la conexión y ahuyenta la vida.

Hace unos días intenté sacarle una foto a un ternerito divino, recién nacido, y la madre vaca no me dejó, lo cubrió con su cuerpazo, y lo que nunca había visto, se movía según mi movimiento con la cámara para que no lo tocara, ni de lejos…así es la naturaleza, si no se la respeta se pone brava. Sin comentarios. Y que conste que mi acercamiento al ternero era de lo más respetuoso, pero ese móvil no pertenecía al bosque. La vaca tiene razón. El bosque tiene razón.

¡Que disfrutes de tu paseo! Especialmente estos días tan revueltos, será el silencio del bosque quien ponga cordura en el dolor de sentir de nuevo la falta de Shalom.

 

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