Me ha impactado la primera lectura de la liturgia de hoy, la sencillez y profundidad de su mensaje.
“Recordad, hermanxs, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Vosotrxs sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotrxs, los creyentes; sabéis perfectamente que tratamos con cada uno de vosotrxs personalmente, como un padre con sus hijos, animándoos con tono suave y enérgico a vivir como se merece Dios, que os ha llamado a su reino y gloria. Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotrxs, los creyentes.”
Tesalonicenses (2, 9-13)
Esta lectura me ha hecho pensar en todxs nosotrxs. Precisamente porque Dios nos ha llamado, cada unx de nosotrxs se merece ese trato personal de cuidado y de cariño a la vez que una llamada a no quedarnos parados como si ya hubiéramos llegado.
Ese es el único sentido de seguir a Jesús y de seguirle en comunidad. Hacia esa meta se dirigen los esfuerzos de todas las personas que seguimos creyendo que es posible vivir los valores del evangelio hoy.
Sin embargo, precisamente cuando queremos vivir en autenticidad, se cruza en nuestro camino un escollo grande que va en dirección opuesta a esos valores evangélicos y que es nuestro orgullo. La llamada no me coloca en ninguna situación de privilegio, al contrario, es una llamada a mantenerme en mi verdad que está llena de cualidades y también de deseos de destacar, de sobresalir por encima de lxs demás.
Hace semanas que me ronda el pasaje de Génesis en el que se narra el encuentro de Jacob con Dios en Penuel (rostro de Dios) en la noche. Hay toda una simbología y por tanto no se puede entender de manera literal. Jacob va al encuentro de su hermano Esaú a quien le robó la primogenitura y antes de reconciliarse con él se le presenta alguien en la noche. ¿Un ángel de Dios, Dios mismo?
Esa lucha física marcará un antes y un después en la vida de Jacob, le dará una nueva identidad a él y a su pueblo. Nuestra” lucha” con Dios es mucho más sutil pero llega un momento en que tenemos que confrontarnos con nosotrxs mismxs . ¿Es una lucha con Dios? ¿Es una lucha con mis demonios? Todo queda solapado en la oscuridad de la noche si no me decido a sacarlo a la luz y enfrentarlo cara a cara.
Hay voces interiores que me carcomen por dentro: mis complejos, mis miedos, y la proyección de todo ésto en los demás. Echo la culpa a los otros, a las circunstancias, de no encontrarme bien. Me hago la víctima quedándome sumida en un mar de lamentos. Y es que yo pensaba que las cosas serían de otra manera…Se trata pues de decirme la verdad a mí mismx, de enfrentarme a mis fantasmas, de sincerarme y de aceptar lo que soy y lo que no soy.
Ese encuentro de Jacob con Dios le deja una marca física, una cojera. El encuentro con Dios siempre nos deja una marca, un recuerdo de lo que somos y de lo que estamos llamadxs a ser. Somos lo que somos porque hemos sido bendecidxs. A Jacob este encuentro le da fuerza para ir al encuentro de su hermano con la humildad suficiente de quien sabe que se ha portado mal y encuentra el perdón y el abrazo.
La llamada de la comunidad cristiana es a reconocer lo que somos y lo que estamos llamados a ser aunque nos suponga una lucha con nosotrxs mismxs, con nuestra miseria y nuestra grandeza para dejarnos transformar para el bien de muchxs.
Carmen Notario SFCC